/ sábado 21 de diciembre de 2019

Todos hemos sido migrantes

El pueblo de Israel tuvo que abandonar Egipto para encontrar su tierra prometida. Jesús mismo está considerado como un migrante. En un versículo de los evangelios leemos: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me recibiste”. Es muy bueno ser solidario con los familiares, con los amigos, con los conocidos, pero indudablemente debemos hacerlo también con el extranjero… con el que viene de allá. Debemos contribuir para acompañarlo en su nuevo mañana. Que veamos juntos el sol que ilumina y da calidez. Para ello es importante evitar nuestros prejuicios. No nos debemos detener a cuestionar o analizar las razones por las que un migrante lo es. Hay ejemplos miles de personas que llegaron de lejos y al quedarse entre nosotros enriquecieron nuestras vidas. Muchos caminaron con miedo, cansados, desvinculados, niñas, niños, mujeres, hombres, ancianos, todos buscaban un sitio dónde vivir dignamente. Fueron bien recibidos y se quedaron con nosotros. Muchos fueron nuestros abuelos. Nos enseñaron a mirar las cosas desde un lado distinto.

Ampliaron nuestra visión y se fusionaron a la nuestra. Es verdad, no es fácil abandonar la patria, su suelo, separarse de las familias, las tradiciones, el origen. Varios de ellos, nuestros ancestros, buscaron también la tierra prometida. Hicieron caso a su necesidad, a sus sueños. Eligieron —muchos obligados— crear su propio destino. El presente es muy similar. Hoy vemos a migrantes, tristes en las carreteras, en un éxodo interminable, luego los hemos mirado en las calles, en los camiones interpretando una canción, vendiendo dulces, cargan ladrillos, cortan caña en el campo, cosechan chile, tabaco, maíz, pizcan algodón, para ganarse el pan de cada día, con el mismo fervor nuestro. La historia nos dice que miles de migrantes llegaron de España, de Inglaterra, de Líbano, de Guatemala, del Cono Sur, y a otros los vimos caminar la legua desde nuestro propio país y de México a otros países también.

Hay angustia en ellos y debe haberla en nosotros. Recordamos con pesar a Aylan Kurdi, el niño migrante encontrado en las playas de Turquía y que provocó un gran sentimiento de dolor y derrota alrededor del mundo. Su deceso nos derrotó a todos. Conmovió nuestra humanidad. La migración no es exclusivamente un tema de la ONU o de los gobiernos, es un tema del nosotros. Ya que nosotros somos los demás de los demás. También debemos —con gentileza— decirle al migrante: “Estoy para servirte”. Eso aleja de nosotros un poco nuestro egoísmo. Es importante comprometernos a proteger la seguridad, dignidad, libertad y derechos de los migrantes. Quizá solo sea una pequeña contribución nuestra a la familia humana. Puede ser.

El pueblo de Israel tuvo que abandonar Egipto para encontrar su tierra prometida. Jesús mismo está considerado como un migrante. En un versículo de los evangelios leemos: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me recibiste”. Es muy bueno ser solidario con los familiares, con los amigos, con los conocidos, pero indudablemente debemos hacerlo también con el extranjero… con el que viene de allá. Debemos contribuir para acompañarlo en su nuevo mañana. Que veamos juntos el sol que ilumina y da calidez. Para ello es importante evitar nuestros prejuicios. No nos debemos detener a cuestionar o analizar las razones por las que un migrante lo es. Hay ejemplos miles de personas que llegaron de lejos y al quedarse entre nosotros enriquecieron nuestras vidas. Muchos caminaron con miedo, cansados, desvinculados, niñas, niños, mujeres, hombres, ancianos, todos buscaban un sitio dónde vivir dignamente. Fueron bien recibidos y se quedaron con nosotros. Muchos fueron nuestros abuelos. Nos enseñaron a mirar las cosas desde un lado distinto.

Ampliaron nuestra visión y se fusionaron a la nuestra. Es verdad, no es fácil abandonar la patria, su suelo, separarse de las familias, las tradiciones, el origen. Varios de ellos, nuestros ancestros, buscaron también la tierra prometida. Hicieron caso a su necesidad, a sus sueños. Eligieron —muchos obligados— crear su propio destino. El presente es muy similar. Hoy vemos a migrantes, tristes en las carreteras, en un éxodo interminable, luego los hemos mirado en las calles, en los camiones interpretando una canción, vendiendo dulces, cargan ladrillos, cortan caña en el campo, cosechan chile, tabaco, maíz, pizcan algodón, para ganarse el pan de cada día, con el mismo fervor nuestro. La historia nos dice que miles de migrantes llegaron de España, de Inglaterra, de Líbano, de Guatemala, del Cono Sur, y a otros los vimos caminar la legua desde nuestro propio país y de México a otros países también.

Hay angustia en ellos y debe haberla en nosotros. Recordamos con pesar a Aylan Kurdi, el niño migrante encontrado en las playas de Turquía y que provocó un gran sentimiento de dolor y derrota alrededor del mundo. Su deceso nos derrotó a todos. Conmovió nuestra humanidad. La migración no es exclusivamente un tema de la ONU o de los gobiernos, es un tema del nosotros. Ya que nosotros somos los demás de los demás. También debemos —con gentileza— decirle al migrante: “Estoy para servirte”. Eso aleja de nosotros un poco nuestro egoísmo. Es importante comprometernos a proteger la seguridad, dignidad, libertad y derechos de los migrantes. Quizá solo sea una pequeña contribución nuestra a la familia humana. Puede ser.