/ martes 17 de septiembre de 2019

Sacudir al Poder Judicial

La vida institucional de nuestro país se modificó de forma estructural después de la trascendental reforma constitucional de 1994, durante la cual dramáticamente el presidente de la República Ernesto Zedillo Ponce de León generó una sacudida al Poder Judicial Federal que, en su momento, dio lugar a amplios sectores de la sociedad y de la academia a sugerir que en México se repetía lo que dos años antes había acontecido en el Perú y que se conoció como el “Fujimorazo”, es decir, un auto golpe de Estado.

Durante el siglo XX, la Suprema Corte se había distinguido por ser un tribunal de legalidad, supeditado, junto con el Poder Legislativo a los designios del presidente en turno. Diversos doctrinarios han profundizado en este tema como Héctor Fix Fierro, quien señaló que uno de los factores de debilidad institucional del Judicial era precisamente la evasión por parte de los jueces, magistrados y ministros de cuestiones constitucionales que habrían podido implicar un choque con otros poderes del Estado, particularmente con el Ejecutivo.

En esta línea de ideas, la Suprema Corte de Justicia no cumplía con el papel que otras Corte Supremas, ya desempeñaban en otros países del mundo, me refiero al control de constitucionalidad. Ya hemos abordado en este espacio lo que implica esta facultad de los tribunales constitucionales, cuya fuerza es tal que puede invalidar todo acto, ya sea legislativo o ejecutivo, que contradiga el espíritu de la Constitución. Es precisamente esta facultad la herramienta para hacer valer el principio de división de poderes, insisto, antes de 1994 no existía.

Un ejemplo de lo anterior es que ante cualquier diferencia que se suscitara entre Poderes de las entidades federativas, ya fuera entre ellos o con la Federación, se sometía al arbitrio político del presidente de la República o en menor medida del Senado, cuya facultad de resolver “cuestiones políticas” hacía prácticamente inútil acudir a la Suprema Corte.

La labor de la Corte se volvió fundamental para imponer un límite al poder presidencial, avanzando hacia el desmantelamiento del régimen autoritario. Esto implicaba retirarle el peso de la función administrativa y de disciplina del resto del Poder Judicial, una labor alejada de lo que deben hacer los ministros: interpretar la Norma Fundamental a la luz de los conceptos filosóficos, jurídicos y culturales que sostienen a la democracia y al derecho de los derechos humanos, bases de la búsqueda individual hacia la libertad y la felicidad.

El Consejo de la Judicatura Federal se creó para absorber ese peso administrativo, esencial para mantener el orden y la disciplina de jueces y magistrados federales, pero también con la finalidad de elegir y mantener a los mejores perfiles, con la capacidad jurídica para resolver las controversias, pero también con la bases éticas y morales para impartir justicia bajo los principios democráticos.

Como senador y presidente de la Comisión de Justicia y ante el inminente nombramiento que realizará esta Cámara de dos miembros del Consejo de la Judicatura, he reflexionado sobre el largo camino que falta por recorrer en el Poder Judicial, porque a pesar de los importantes avances es necesario sacudirlo nuevamente, desterrando el nepotismo y el influyentismo que siguen corrompiendo a muchos de sus integrantes. Esta asignatura pendiente, estoy seguro, la retomaremos en esta legislatura para recordar a jueces y magistrados que lejos de ser aristócratas son servidores públicos.

La vida institucional de nuestro país se modificó de forma estructural después de la trascendental reforma constitucional de 1994, durante la cual dramáticamente el presidente de la República Ernesto Zedillo Ponce de León generó una sacudida al Poder Judicial Federal que, en su momento, dio lugar a amplios sectores de la sociedad y de la academia a sugerir que en México se repetía lo que dos años antes había acontecido en el Perú y que se conoció como el “Fujimorazo”, es decir, un auto golpe de Estado.

Durante el siglo XX, la Suprema Corte se había distinguido por ser un tribunal de legalidad, supeditado, junto con el Poder Legislativo a los designios del presidente en turno. Diversos doctrinarios han profundizado en este tema como Héctor Fix Fierro, quien señaló que uno de los factores de debilidad institucional del Judicial era precisamente la evasión por parte de los jueces, magistrados y ministros de cuestiones constitucionales que habrían podido implicar un choque con otros poderes del Estado, particularmente con el Ejecutivo.

En esta línea de ideas, la Suprema Corte de Justicia no cumplía con el papel que otras Corte Supremas, ya desempeñaban en otros países del mundo, me refiero al control de constitucionalidad. Ya hemos abordado en este espacio lo que implica esta facultad de los tribunales constitucionales, cuya fuerza es tal que puede invalidar todo acto, ya sea legislativo o ejecutivo, que contradiga el espíritu de la Constitución. Es precisamente esta facultad la herramienta para hacer valer el principio de división de poderes, insisto, antes de 1994 no existía.

Un ejemplo de lo anterior es que ante cualquier diferencia que se suscitara entre Poderes de las entidades federativas, ya fuera entre ellos o con la Federación, se sometía al arbitrio político del presidente de la República o en menor medida del Senado, cuya facultad de resolver “cuestiones políticas” hacía prácticamente inútil acudir a la Suprema Corte.

La labor de la Corte se volvió fundamental para imponer un límite al poder presidencial, avanzando hacia el desmantelamiento del régimen autoritario. Esto implicaba retirarle el peso de la función administrativa y de disciplina del resto del Poder Judicial, una labor alejada de lo que deben hacer los ministros: interpretar la Norma Fundamental a la luz de los conceptos filosóficos, jurídicos y culturales que sostienen a la democracia y al derecho de los derechos humanos, bases de la búsqueda individual hacia la libertad y la felicidad.

El Consejo de la Judicatura Federal se creó para absorber ese peso administrativo, esencial para mantener el orden y la disciplina de jueces y magistrados federales, pero también con la finalidad de elegir y mantener a los mejores perfiles, con la capacidad jurídica para resolver las controversias, pero también con la bases éticas y morales para impartir justicia bajo los principios democráticos.

Como senador y presidente de la Comisión de Justicia y ante el inminente nombramiento que realizará esta Cámara de dos miembros del Consejo de la Judicatura, he reflexionado sobre el largo camino que falta por recorrer en el Poder Judicial, porque a pesar de los importantes avances es necesario sacudirlo nuevamente, desterrando el nepotismo y el influyentismo que siguen corrompiendo a muchos de sus integrantes. Esta asignatura pendiente, estoy seguro, la retomaremos en esta legislatura para recordar a jueces y magistrados que lejos de ser aristócratas son servidores públicos.

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