/ miércoles 20 de noviembre de 2019

La soberbia de la ambición

La situación de un país latinoamericano siempre deberá repercutir en el ánimo y las decisiones de nuestro país. No solo por la hermandad latinoamericana, sino por las semejanzas en los modelos políticos, económicos y sociales. Es un error sustraerse, pero es un error más grave intervenir sin valorar todos los elementos que están en juego.

El caso de Bolivia es una situación que debe quedar para el estudio y la reflexión por parte de los pares de nuestro país. Y es que la llegada de Evo Morales se dio en torno a una situación de esperanza por parte del pueblo boliviano que buscaba una alternativa a gobiernos ineficientes que sumieron en la pobreza a ese país.

Morales mantenía una fórmula de distribución de la riqueza con el abanderamiento de la causa indígena como estandarte de su campaña y, posteriormente, de sus políticas públicas.

El resultado económico de Bolivia no es nada despreciable. El combate a la pobreza fue efectivo, el respaldo a los pueblos originarios fue latente y el Producto Interno Bruto se mantuvo a buenos niveles. De hecho, el desarrollo económico fue no solo aceptable sino sostenible en medio de catástrofes económicas en el ámbito mundial. Quizá lo más criticable en la materia tiene que ver con la dependencia de los recursos naturales, sin embargo, hasta eso les salió bien porque no estalló.

Eso es la parte benéfica del mandato de Evo que difícilmente alguien puede cuestionar, ya que sus políticas, aunque populistas, mantuvieron un estado neutral que permitió que la industria se desarrollara en la medida de lo posible si consideramos que no es el fuerte de ese país.

El descontento estalló en el momento en que la soberbia atacó a quien se ostentaba como el salvador del pueblo y que creyó que esas credenciales eran suficientes para eternizarse en el poder. Nunca entendió que por más que haya sido un buen gobernante, eso no le permitía golpear las instituciones para mantener sus ambiciones de poder.

El estallido se dio luego de permitirle varias modificaciones a la Constitución boliviana y resoluciones a modo por parte de los tribunales de ese país que fueron palomeados por el entonces Presidente. Aun con toda esa popularidad, el referendo de 2016 para permitir la reelección indefinida fue el primer aviso de un pueblo que, aunque le reconocía lo hecho, le reprochaba lo que quería hacer.

La gota que derramó el vaso fueron las claras sospechas de elecciones fraudulentas que se llevaron a cabo en el proceso para la cuarta reelección de Evo, quien de inmediato acusó un golpe de Estado cuando él y solo él fue el responsable de tan triste estampa de un pueblo boliviano volcado en contra de sus ambiciones unipersonales que hoy sufre una desestabilidad de un gobernante que la soberbia no le permite aceptar su error a pesar de todo.

La situación de un país latinoamericano siempre deberá repercutir en el ánimo y las decisiones de nuestro país. No solo por la hermandad latinoamericana, sino por las semejanzas en los modelos políticos, económicos y sociales. Es un error sustraerse, pero es un error más grave intervenir sin valorar todos los elementos que están en juego.

El caso de Bolivia es una situación que debe quedar para el estudio y la reflexión por parte de los pares de nuestro país. Y es que la llegada de Evo Morales se dio en torno a una situación de esperanza por parte del pueblo boliviano que buscaba una alternativa a gobiernos ineficientes que sumieron en la pobreza a ese país.

Morales mantenía una fórmula de distribución de la riqueza con el abanderamiento de la causa indígena como estandarte de su campaña y, posteriormente, de sus políticas públicas.

El resultado económico de Bolivia no es nada despreciable. El combate a la pobreza fue efectivo, el respaldo a los pueblos originarios fue latente y el Producto Interno Bruto se mantuvo a buenos niveles. De hecho, el desarrollo económico fue no solo aceptable sino sostenible en medio de catástrofes económicas en el ámbito mundial. Quizá lo más criticable en la materia tiene que ver con la dependencia de los recursos naturales, sin embargo, hasta eso les salió bien porque no estalló.

Eso es la parte benéfica del mandato de Evo que difícilmente alguien puede cuestionar, ya que sus políticas, aunque populistas, mantuvieron un estado neutral que permitió que la industria se desarrollara en la medida de lo posible si consideramos que no es el fuerte de ese país.

El descontento estalló en el momento en que la soberbia atacó a quien se ostentaba como el salvador del pueblo y que creyó que esas credenciales eran suficientes para eternizarse en el poder. Nunca entendió que por más que haya sido un buen gobernante, eso no le permitía golpear las instituciones para mantener sus ambiciones de poder.

El estallido se dio luego de permitirle varias modificaciones a la Constitución boliviana y resoluciones a modo por parte de los tribunales de ese país que fueron palomeados por el entonces Presidente. Aun con toda esa popularidad, el referendo de 2016 para permitir la reelección indefinida fue el primer aviso de un pueblo que, aunque le reconocía lo hecho, le reprochaba lo que quería hacer.

La gota que derramó el vaso fueron las claras sospechas de elecciones fraudulentas que se llevaron a cabo en el proceso para la cuarta reelección de Evo, quien de inmediato acusó un golpe de Estado cuando él y solo él fue el responsable de tan triste estampa de un pueblo boliviano volcado en contra de sus ambiciones unipersonales que hoy sufre una desestabilidad de un gobernante que la soberbia no le permite aceptar su error a pesar de todo.