/ lunes 3 de febrero de 2020

La piel de la Arquitectura

El escritor y filósofo Paul Valery dijo que la pintura mural es “la piel de la arquitectura”. Y es que desde tiempo inmemorial, el hombre ha gustado de pintar los muros y desde tiempos prehistóricos, las cavernas. Afortunadamente se conservan en Francia las famosas cuevas de Laus Caux y en España las no menos notables de Altamira. Cientos de dibujos y pinturas rupestres engalanan estos lugares históricos. Así también en muchas civilizaciones han aparecido los muros de las construcciones decoradas con pinturas y dibujos en referencia a batallas y acontecimientos de su microhistoria.

Fue en el Renacimiento allá por los siglos XIV, XV y XVI que el maridaje entre la arquitectura y la pintura tuvo su nacimiento y esplendor. Los grandes del Renacimiento pintaron muros, plafones y detalles de los edificios religiosos, así como palacios de los mecenas para enriquecerlos con sus imágenes. Raphael Sanzio pintó un mural inolvidable llamado La Academia de Atenas en el que retrata a todos los grandes sabios de Grecia juntos, como nunca estuvieron, y el detalle de sus nombres y obras es muy deleitoso. Miguel Ángel Buonarroti en el plafón de la Sixtina dejó la obra maestra de la creación y los personajes bíblicos con un estilo soberbio que a instancias de Papa Julio II y con su pertinaz demanda, se hizo realidad. Cuántas horas, cuántos meses, Miguel Ángel estuvo pintando boca arriba acostado en su andamio a gran altura los frescos maravillosos que aún admiramos y disfrutamos. En el Renacimiento los arquitectos buscaban pintores para decorar sus edificios y a su vez los pintores hacía lo mismo para pintar en los edificios sobre superficies verticales. Ya en el Barroco disminuyó esta tendencia cuando los monarcas absolutos solo buscaban gloria y relumbrón y no tanto expresión artística o arte para sus edificios que eran objeto de presunción y vanidad, los cuales reflejaban su poder omnímodo y sus cuantiosos recursos. En esa misma época, en América, en nuestro territorio, los frailes construyeron los invaluables conventos agustinos franciscanos y dominicos del siglo XVI en el centro de nuestro país, ahora llamado México y también muy apegados al estilo del Renacimiento, convocaron a pintores europeos a decorar sus salas, sus cubos de escaleras, sus capillas y sus claustros para culminar sus grandes monasterios. En casos extraordinarios, permitieron que los indígenas pintaran murales híbridos de las culturas prehispánicas y coloniales como los increíbles murales del interior del templo del Convento de Ixmiquilpan, para asombro del mundo y de los tiempos. Creemos que la llegada de la moda del Barroco y sus artísticos altares de madera forrados con hoja finísima de oro laminado dieron otra opción que detuvo un tanto la pintura mural dentro de los templos. En Hidalgo tenemos un fantástico catálogo de estas bellas pinturas y en algunos casos hay muros blanqueados por la ignorancia y el fanatismo. Seguiremos con el tema de “La piel de la Arquitectura.”

El escritor y filósofo Paul Valery dijo que la pintura mural es “la piel de la arquitectura”. Y es que desde tiempo inmemorial, el hombre ha gustado de pintar los muros y desde tiempos prehistóricos, las cavernas. Afortunadamente se conservan en Francia las famosas cuevas de Laus Caux y en España las no menos notables de Altamira. Cientos de dibujos y pinturas rupestres engalanan estos lugares históricos. Así también en muchas civilizaciones han aparecido los muros de las construcciones decoradas con pinturas y dibujos en referencia a batallas y acontecimientos de su microhistoria.

Fue en el Renacimiento allá por los siglos XIV, XV y XVI que el maridaje entre la arquitectura y la pintura tuvo su nacimiento y esplendor. Los grandes del Renacimiento pintaron muros, plafones y detalles de los edificios religiosos, así como palacios de los mecenas para enriquecerlos con sus imágenes. Raphael Sanzio pintó un mural inolvidable llamado La Academia de Atenas en el que retrata a todos los grandes sabios de Grecia juntos, como nunca estuvieron, y el detalle de sus nombres y obras es muy deleitoso. Miguel Ángel Buonarroti en el plafón de la Sixtina dejó la obra maestra de la creación y los personajes bíblicos con un estilo soberbio que a instancias de Papa Julio II y con su pertinaz demanda, se hizo realidad. Cuántas horas, cuántos meses, Miguel Ángel estuvo pintando boca arriba acostado en su andamio a gran altura los frescos maravillosos que aún admiramos y disfrutamos. En el Renacimiento los arquitectos buscaban pintores para decorar sus edificios y a su vez los pintores hacía lo mismo para pintar en los edificios sobre superficies verticales. Ya en el Barroco disminuyó esta tendencia cuando los monarcas absolutos solo buscaban gloria y relumbrón y no tanto expresión artística o arte para sus edificios que eran objeto de presunción y vanidad, los cuales reflejaban su poder omnímodo y sus cuantiosos recursos. En esa misma época, en América, en nuestro territorio, los frailes construyeron los invaluables conventos agustinos franciscanos y dominicos del siglo XVI en el centro de nuestro país, ahora llamado México y también muy apegados al estilo del Renacimiento, convocaron a pintores europeos a decorar sus salas, sus cubos de escaleras, sus capillas y sus claustros para culminar sus grandes monasterios. En casos extraordinarios, permitieron que los indígenas pintaran murales híbridos de las culturas prehispánicas y coloniales como los increíbles murales del interior del templo del Convento de Ixmiquilpan, para asombro del mundo y de los tiempos. Creemos que la llegada de la moda del Barroco y sus artísticos altares de madera forrados con hoja finísima de oro laminado dieron otra opción que detuvo un tanto la pintura mural dentro de los templos. En Hidalgo tenemos un fantástico catálogo de estas bellas pinturas y en algunos casos hay muros blanqueados por la ignorancia y el fanatismo. Seguiremos con el tema de “La piel de la Arquitectura.”